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diario de Judith

No sólo hallarás aquí dulces confidencias. También todo misterio que me haya sido revelado en la medida en que pueda contarse con palabras.

María

Ayudo estos días a María en la biblioteca. Está confeccionando una enciclopedia del ocultismo que, sin duda, será mítica. Tendrá dos versiones; una se titulará Enciclopedia Exotérica de la Tradición Mágica y contendrá, según ella "el mayor tratado sobre Magia que se haya escrito jamás". La publicaremos en la fundación. La otra versión, sólo accesible para iniciados, se titulará Encilopedia Esotérica de la Tradición Mágica que será, según ella "tal vez, el mayor tratado de Magia que se haya escrito en este mundo, al menos por un mortal".
Cuando ha soltado esa última parrafada, mi carcajada ha sido mayúscula. Casi me cae el extraño libro de algo que empieza por b que llevaba hacia su repleta mesa.
María es una chica joven, apenas supera la veintena, y usa ropa digna de muñeca de porcelana, aderezada con vistosos lazos de colores en el pelo. Sus ojos azules siempre están muy abiertos y su lenguaje es digno de alguien que aprendió arameo antes que francés. Cuando la sorprendes, es aún más adorable.
-¿A qué se debe esa reacción tan estridente, Judith? ¿acaso no eres la única de todos los que habitan esta torre, con Karel, que puedes apreciar la vastedad de mi trabajo?¿te ríes de mi orgullo?. Pues sería falsa modestia decir menos.
-No cariño-me cuesta dejar de reir-, me contó Santiago cuál fué tu primera frase al llamar a mi puerta:
"Sois los Iramitas herederos de los genios que construyeron la maldita Ciudad de las Columnas que yace hundida por una tormenta de arena en el centro de la península arábiga. Los constructores de la Ciudad de Caronte que Herodoto llamaba Ciudad de los Cocodrilos, con su subterráneo laberinto secreto de 3000 estancias que, según él, superaba en grandiosidad a todos los templos griegos juntos y a las mismísimas pirámides."

La anciana del Pont Neuf

Sólo la veo los días soleados.
-Odio la sombra -me dijo en nuestro primer encuentro mientras me miraba fijamente a los ojos, incrédula, expectante.
Tampoco le gusta la lluvia. Sus días favoritos son esos en los que nubes aborregadas navegan en un cielo azul fuerte hacia su punto de reunión. Está allí plantada, fumando, en actitud contemplativa.
Nos sentamos a veces en un banco del puente, a ver pasar los barcos de turistas. Le encantan.
-Sólo me ven los suicidas -me dijo otro día-. A veces les estiro del camal del pantalón, se asustan y se van corriendo hasta sus casas, supongo. Me gusta reír mientras les veo correr.
Son ya muchos los medios días que compartimos banco y todavía no se ha acostumbrado. Aparenta más de setenta años y no ha perdido su sonrisa de niña. Me gusta dejarle empezar, es una conversadora de comienzos. Sorprende con una frase, escucha la respuesta y ya está. Me limito a fumar en silencio, pero me muestro dispuesta a ayudar. Ayer, durante un silencio tranquilo me dijo:
-Me gusta ver las nubes en el agua.
A veces, las cosas que les atan aquí son de lo más sencillas.

El secreto de la tarta de chocolate

No es cierto que la cocina sea un arte efímero, el sabor permanece mucho tiempo y el olor se recuerda siempre. El cocinero es el artista que más intima con quien aprecia su obra. Como en el buen sexo, en la buena cocina se pierde la noción del tiempo en el momento de su consumación y se trasciende éste en su recuerdo. El sabor vuelve mucho tiempo después trasladándonos a ese instante perfecto. Es muy difícil recordar un sabor sin que éste vuelva.
Esta intemporalidad me sirvió en un experimento muy edificante:
Algunos teóricos tratan el olvido como un problema de recuperación, no de almacenamiento. Todos nuestros recuerdos permanecerían en la memoria, pero nos haría falta un contexto guía para recordar algo*.
A partir de esta hipótesis de trabajo, quise recordar la primera cena con Akari y Kosei, una pareja de estudiantes de cocina a los que invité a casa para hacerles fotografías una noche de hace 19 años. Poco tiempo antes del experimento, en su restaurante, me contaron que fue comiendo la tarta de chocolate de esa primera vez cuando sintieron que íbamos a ser íntimos. Utilicé ese sabor para evocar ese momento lo mejor posible.
Me centré en todos los detalles que pude recordar de aquella noche. Primero recordé la ropa que llevaba, y me la puse. Encontré la receta con la que preparaba esa tarta y coloqué el viejo mantel de cuadros sobre la mesa de la cocina. Ya preparando la tarta empezaron a asaltarme multitud de detalles que creía olvidados. Desde la cuchara con que removía el chocolate hasta fundir al antiguo diseño de la caja de galletas. Sentí la embriaguez de conocer a un extraño y la íntima sensación de conocerlos ya. Recordé haber decidido en ese momento aprender japonés.
Cuando abrí el horno, junto al olor me vinieron los sonidos del piano al ser tocado con timidez. Cuando puse la tarta en la bandeja, oí sus comentarios ininteligibles. Cuando me senté y comí la primera cucharada, en un salón que no había cambiado mucho nunca, los vi. Allí estaban delante de mí, no tan diferentes a como son ahora, sonriendo. Escuché el ummm del primer bocado de ella, vi como se miraban, dije lo que se dijo, en una escena tan real como el sabor. Supe que no evocaba ni interpretaba nada. Estaba viviendo aquel momento en un tiempo presente.
Salí del trance cuando me puse a llorar. La tarta estaba deliciosa. Mis amigos bien.
Fue la primera vez que trascendí el tiempo de manera evidente. Hasta entonces todo habían sido intuiciones explicables por la casualidad o el incosciente. Pero esto era diferente. Deseché las teorías sobre almacenamiento de información, había visto atrás en el tiempo y ese momento permanece para mi felicidad.

(*) Estas teorías explicarían que en circunstancias tan especiales como ciertos trastornos cerebrales o la hipnosis se recuperen fragmentos de la vida de alguien con total exactitud. Recuerdo un libro de un neurólogo llamado Oliver Sachs en que cuenta el caso de una señora que empezó a escuchar una canción en gaélico, idioma que no conocía. En un principio creyó que alguien tenía una radio puesta, pero esta radio no paraba nunca. Resultó ser un recuerdo de su más tierna infancia cuando su madre-a la que hasta entonces no recordaba-le cantaba una nana.

No es tan sencillo ser otro

La primera vez ocurrió casi espontáneamente. Quise ser un hombre para Almudena y lo fui. Ya había sentido lo que siente un hombre, pero quise ser uno para ella.
Lo recuerdo con extrañeza. Un velo de falsedad se interponía, una desilusión. Esa noche fui un fraude. Y esa sensación no se marchó del todo. La rareza de lo que podemos hacer suele tener consecuencias inesperadas. Creo que eso fue la semilla de nuestra separación.
La segunda vez fue un juego. Quise tener otro aspecto realmente diferente, descansar de mí misma y relajarme en otra. Tomé el aspecto de una larguirucha rubia y pecosa y bailé desenfadadamente en el local más normal que pude encontrar. Acabé escuchando discos de Pink Floyd en el cuarto de un chico llamado Peter. Durante una temporada quedábamos los viernes para hacer el amor y escuchar música en su cuarto. Me dio mucha pena separarme de él, se que Sandra -así es como bauticé a ese alter ego- no lo habría hecho.
Debía haber bastado con estas dos experiencias para dejar ese camino. Y durante año y medio no lo volví a hacer. Pero lo que había pasado no había sido nada comparado con lo que quedaba por venir.
Dante nació de una epifanía. Pero de eso ya hablaré en otra ocasión.