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diario de Judith

No sólo hallarás aquí dulces confidencias. También todo misterio que me haya sido revelado en la medida en que pueda contarse con palabras.

Intermedio libertino. Introducción a la Torre III

Bromeando sobre los celos de Olympia, Pola y yo terminamos poniéndonos libertinos. Le sugerí que podría acabar con ese problema haciéndole caer en la estrepitosa contradicción de verse en mi cama bajo un éxtasis de lo más lujurioso. Olympia trabaja de modelo en clases de Bellas Artes, así que mi plan comenzaba con armarme de un cuaderno y unos lápices y presentarme en la Universidad para que me viera observando su desnudez entre un montón de estudiantes.
Pola, en su inocencia, pensaba que era una pequeña broma y que nada saldría de verdad de esa habitación. Yo, pecadora, convertí esa complicidad en un permiso para intentar tirarme a su novia sin ninguna contemplación. Pola no quiere, pero también es celoso. Doble pecado el suyo al que deseaba ponerle pronta penitencia. Un final feliz donde el amor entre ellos se fortalecería libre de todo miedo era el mejor de los desenlaces. Bueno, eso y recuperar el sexo con Pola.
En realidad nunca pensé que la misión tuviera éxito, lo más probable es que eso terminara en un tonteo y unas risas de lo más sanas dadas las circunstancias. Pero como todo libertino que se precie, acabé en las exquisitas redes de mi trampa.
Para facilitar un poco las cosas utilicé uno de mis perfumes de más éxito. Lo tomé del éxtasis de una camarera de un restaurante familiar de comida judía que había accedido a venir a mi casa para que le hiciera fotos.
Los perfumes son un vehículo de emociones que mezclo en un frasco con algún aceite ligero. Puedo fijar una sensación en una sustancia, y cuando mi cuerpo la absorbe resuena con ella tanto como me esmere en la elaboración. Esa mañana los estudiantes se giraban en los pasillos. Eso estuvo a punto de llevar al fracaso mi misión. Pues otros juegos se abrían ante mí.

Me senté y cogí mis lápices. La chica de mi derecha, adoptando una irresistible actitud de tímida interesante, improvisó un comienzo de conversación:
-Nunca te he visto por aquí, ¿vienes como oyente?...
El chico de mi izquierda pidió permiso para que yo fuera su modelo.
Acabé invitándoles a cenar en mi casa para una sesión de dibujo más íntima. De nuevo el plan estuvo al borde del fracaso.

Pero allí apareció Olympia, pensando en las más inalcanzables profundidades del espíritu, o sencillamente sin pensar en nada. Ambas cosas igual de admirables.
Pasó sin prestar atención y se quitó la bata. Se quedó quieta sin reparar en este universo de meras apariencias. Eso me sacó un poco del juego.
Me propuse plasmar los matices de esa sensación que Olympia transmite. Dibujé con el mayor cuidado cada línea de su cuerpo, como si la tocara, y no tardó en surgir en el papel la imagen de alguien que trasciende el tiempo. El dibujo me decía que Olympia es como esas sacerdotisas de la antigüedad cuyos ojos veían el futuro y cuya boca dictaba las órdenes de los dioses.
En el descanso se puso la bata y se encendió un cigarrillo. Cuando fui a hablar con ella, no se sorprendió. Tomando esa reacción como un desafío y tras invitarla a comer en la Torre, me crecí y le dije lo que pensaba sin ningún cuidado:
-Ante mis ojos eres como los antiguos oráculos a los que los héroes acudían para que les fueran planteadas sus búsquedas.
Mientras su boca me agradecía esas bonitas palabras, sus ojos serenos me decían que era cierto. La sonrojada fui yo. Empecé a presentir algo sobre lo que estaba por venir.

Bañando a Olympia. Introducción a la Torre II

La endogamia es algo común entre magos. Según los peculiares gustos que tenga cada uno, es más o menos difícil encontrar alguien afín con quien compartirlo todo. Cuando tu vida es más extraña de lo admisible para un cuerdo, contar según que cosas puede ser peligroso.
A veces puedes dejar al margen lo extraordinario. Es increíble lo parecido a un sueño que es el recuerdo del encuentro con un daimón. Pero cuando te enamoras de alguien la cosa puede complicarse. Y mucho.
Hace unas semanas conocí a Olympia. Pola decidió dejar que fuera dándose cuenta de quienes éramos en realidad. Porque era lo justo y porque no tenía remedio. Pues Olympia no tiene un pelo de tonta y empezó a pensar que Pola era una especie de James Bond ocultista.
Pola ha dedicado un tercio del tiempo que hemos estado juntos a exaltar la belleza de esa chica, y yo siempre le he creído. Pero es difícil explicar quien es ella de verdad.

Ese primer momento Olympia estaba quieta en la puerta, como si no tuviera que entrar en casa, mirándome con los ojos más grandes del mundo. Es esbelta y elegante, tiene un porte sosegado que la delata. Eso yo ya lo sabía.
Entró en la casa con naturalidad. Dijo lo que suelen decir los estudiantes de su edad cuando entran en el salón. Incluso se mostró un poco tímida. Pero en el fondo ni se inmutó, reconocía este sitio. Creo que nada en nosotros le ha sorprendido realmente.
La biblioteca confirmó sus sospechas, paseó mirando los libros en silencio. Con la piscina fue diferente. La naturaleza de ese lugar y la de ella tienen mucho en común. Es como si el tiempo se detuviera. Más bien como si se esfumara dejando un rastro intemporal o eterno. Mirando el agua me dijo que era el lugar más sagrado que ella había conocido. No tardaría en decirle que era la persona más sagrada que había conocido yo.
Ese día tomamos café juntos. Cuando Pola no estaba, Olympia me dio a entender que ya sabía. Que estaba dispuesta a ir dándose cuenta por si misma.

Una semana antes de ver a Olympia conocí a Elyse en una librería. Me miraba como una sirena desde la sección de poesía. Cuando me di cuenta que ese primer encuentro no había sido en verdad fortuito, Elyse ya se había colado secretamente en la biblioteca y había visto la piscina. Cuando empezamos a sospechar nos dijo que sus vacaciones en París se habían terminado.
Un viejo truco para saber lo que piensa alguien de algo es sacar un tema de conversación relacionado mientras se leen sus pensamientos. Y eso hicimos. Con un buen café y mientras Pola hablaba de la Torre me colé por sus ojos de animal pasional. Siguiendo los hilos de las palabras que ella escuchaba llegué primero a su firme decisión de volver ese mismo día al Tíbet. Bajo ella, vi algo escondido, un neblinoso paisaje desolador, entre montañas, donde yacían, caídas, las ruinas de una estructura similar a la parte de esta Torre que habitamos nosotros. La parte superior al hotel, el zigurat. Y sentí, mucho más profundo, un intenso miedo asociado a ese lugar. La niebla todavía calaba sus huesos y dejé sus pensamientos antes de que calara los míos. Nos despedimos con la promesa de volvernos a ver.

Elyse había estado en las mismas ruinas en las que mis abuelos se basaron para construir nuestra torre. De allí trajeron el cable que corre por su estructura y se adentra en la tierra de París. Aunque en los diarios de mi abuela hay una descripción detallada de esa estructura y de los símbolos labrados en sus paredes, en ningún momento menciona su ubicación exacta. Un lugar desolado del Tíbet.

Forzamos un encuentro con ella antes de que marchara. Le hicimos entender que habíamos descubierto su incursión en la biblioteca, y que sabíamos que investigaba la Torre. Elyse dijo que se encontró con ese lugar por casualidad, que era un templo perdido en el Tíbet, que en una aldea cercana había encontrado una foto de los años cuarenta en la que salía mi abuela en el avión y que, a partir de la matrícula de ese maldito trasto había descubierto la identidad de Oriana, y la mía. Dijo que sólo diría lo que sabía a alguien que le acompañara a ese lugar. Y Pola, loco de curiosidad, se ofreció.

A Pola le fue fácil convencer a Olympia para que se quedara en la torre durante su ausencia. Esos días fueron extraños. No podía evitar el miedo por Pola. No es alguien dotado precisamente para hacer daño. Es tan malo defendiéndose como yo. Pero es un poco más espabilado. Un zorro.
Olympia también estaba preocupada. Además del peligro del viaje, estaba esa aventurera de actitud desafiante. Olympia es muy celosa. Y Pola es de esos pocos chicos bien educados para satisfacernos. Por cierto, estoy orgullosa de haber participado en esa educación.
Por supuesto no hablamos de nada de eso. Nos refugiamos la una en la otra y dedicamos los días a la lectura y el estudio, además de los baños y las horas de meditación en la piscina. Escuchamos mucha buena música. La llevé a mi sastre y a cenar. Ella me llevó al cine y me enseñó los bares de okupas y catáfilos. Fuimos buenas amigas.

En cuatro días no pude encontrar a Pola. Tenerla a ella era como tenerlo a él. Un día la peiné. Al día siguiente la bañé. Se dejaba llevar por la inercia serenamente. En realidad me entregué a ella.
Ocho largos días después de despedirse de nosotros, Pola volvió. Elyse se pasó después para despedirse. Supe lo que habían visto allí. Desde que mis abuelos se llevaron el cable, ese lugar ha sido reconquistado por sus más antiguos habitantes. Y lo reclaman.
El cable es el alma de la Torre. Bueno, no es del todo cierto. El alma de la torre somos nosotros. El alma y el cable, el alma y Olympia. El cable y Olympia.

Introducción a la Torre.

Yo he nacido aquí, en la piscina del último piso. Lo sé porque lo he visto. Nadie me lo dijo. No supe de este sitio hasta mi mayoría de edad.
Me localizó un abogado. Me sorprendió que me encontrara en un pueblo perdido de Marruecos. Eso fue el día en que cumplí los dieciocho. Dos días después estaba en un despacho de Hong Kong frente a un señor de fuerte carácter, mirada de pena y cierta familiaridad. Se había dispuesto dar entonces lectura a la herencia. Mis padres habían muerto dos años antes en un accidente de aviación.
Me he criado como una niña rica. Nunca había tenido que pensar en el dinero. Aún así me costó un rato salir del asombro. Me fueron reveladas cuentas secretas en paraísos fiscales. Nunca imaginé a mis padres tan ricos. Tal vez por eso me había criado en internados. Tal vez de eso me protegían, de la corrupción que acompaña siempre a tantísimo dinero.
Conocía la propiedad en Italia, y sabía de un piso en París. Pero ni había oído hablar de un hotel de cinco estrellas que incluso tenía como nombre el apellido de mi abuelo (que no el mío), Hotel Perret. Aunque me pertenecía, no podía venderlo, y aunque poseía el título de directora del hotel, éste era tutelado por un consejo de dirección elegido por sus trabajadores.
Creía conocer esta ciudad. Pero nunca había oído hablar de un Hotel Perret. Con el plano en la mano me di cuenta que había pasado mil veces por esa calle. ¿Cómo es posible que un edificio de más de veinte pisos me hubiera pasado desapercibido en el centro de París?
Muchas de esas preguntas ya tienen respuesta. Otras no.

A pesar de su discutible respeto por el urbanismo parisino, el edificio es hermoso. A pesar de ser de hormigón, me dio la sensación de haber sido tallado en piedra. Fue construido en los cuarenta y el interior conserva la decoración bauhaus originaria. Cuando entré por la puerta sentí un agradable calor, y en ese momento supe que ese lugar era muy especial. Subí un piso por encima del restaurante. Dos por encima de las suites y del resto del hotel. Ahí, según figuraba en la escritura de propiedad, es donde se encontraban las "viviendas privadas". Mi casa.

Abrí y la luz lo inundó todo. La planta entera del edificio formaba una enorme sala octogonal. Grandes mesas sin libros. El ambiente era limpio y fresco. A pesar del silencio no me sentía sola. A los pocos metros el techo desaparecía mostrando un hueco que dejaba ver otros cuatro pisos, estos con estanterías llenas de libros. La mayor biblioteca privada que había visto hasta entonces.
Y encima, la vivienda. Otros tres pisos que formaban un cubo sobre el octógono de la biblioteca . Con los muebles similares a los del hotel. Sin restos de tecnología, ni ropa, ni comida. No había nevera ni lavadora. El primer piso lo formaba el salón y la cocina, el resto ocho habitaciones similares a las suites del hotel. Las camas estaban arropadas.
Creía que era un sueño. Uno de esos en los que el espacio toma las propiedades de un laberinto. Pero sin la angustiosa sensación de estar perdido. Perderme en la Torre me maravillaba.

El mayor misterio de la Torre, su corazón, su centro y el centro de muchos más sitios se encuentra sobre las habitaciones. Este último piso lo ocupa la piscina. Le dí la vuelta, el agua estaba tranquila, cristalina. París entraba por todas las ventanas y se detenía en ese lugar tranquilo. Me quité los zapatos y los pantalones y me senté en su orilla. Vacié mi cabeza.

Tardé meses en convencerme que ese sitio era real. Me apropié de una habitación y acondicioné la cocina. Primero me di cuenta de que el polvo no se acumulaba. Luego descubrí que el agua de la piscina no se ensuciaba. No encontré en ella entrada de agua ni depurador alguno.
En la biblioteca, el orden de los libros era extraño. Es tan basta que todavía no he acabado de catalogar sus libros. Baste decir que con una parte de los libros antiguos cuya existencia era conocida creamos los fondos para una fundación que bautizamos con el nombre de Fundación Cannitzzaro para el estudio del pensamiento antiguo y medieval, y que se aloja en un edificio cercano a éste.

Las primeras pistas sobre la verdadera naturaleza de la Torre me las fue dando la propia biblioteca, en los diarios de mi abuela, Oriana Cannitzzaro, una aventurera que recorrió el mundo buscando saberes ocultos. En esa búsqueda recopiló gran parte de los libros, y encontró la leyenda de la Torre. Investigando esa leyenda encontró a mi abuelo, Joseph Perret. Y así empezó todo, con una carta de amor a un arquitecto visionario.

Pola

Llegas bien entrada la noche. Te gusta pillarme por sorpresa mientras oigo los auriculares o leo.
Me traes tus ideas del día, a punto de madurar. Sólo alguien con tu honestidad podría ver la verdad de las cosas. Pues si me dices que el observador modifica lo observado, te contesto que los verdaderos sabios, como tú, se sientan junto a lo observado sin molestar. Y lo observado, -acostumbrado a que le pasen por alto sus observadores sin apenas hacerle caso- lo observado te dice al oído su verdad.
Como Momo tienes el don de escuchar. Y por eso los Hombres Grises no tienen poder sobre ti.
Te gusta darme un beso en el cuello cuando me pillas cocinando. Mi deseo hacia ti es sencillo. Hablarte poéticamente. Pintarte con mis dedos. Tu traes la luz de la naturaleza. Me tumbo en el árbol de tu conocimiento y el cielo se llena de señales.

Tomamos el té y últimamente no hacemos el amor.

El secreto del Tarot

Quien conoce el secreto del Tarot, no lo consulta por cualquier cosa. Piensa primero acerca de lo que quiere reflexionar y hace salir al gran teatro a la mesa.
Saber las tendencias de las cosas es un arte antiguo. Todo el mundo, como las hormigas o los pájaros, tenemos un sentido de lo que va a ocurrir. Pero los sentidos hay que educarlos. Sobre todo los que se salen de los cinco oficiales.
El tarot es una herramienta para ejercitar el sentido de la clarividencia, con el que podemos ver las relaciones ocultas de las cosas. La vida mundana nos aleja del mundo de los símbolos. Nos obliga a unir un evento con otro linealmente anquilosándolo con relaciones de causa y efecto. Necesitamos de una herramienta que saque nuestra visión al mundo de lo simbólico para poder ver más allá de lo obvio.
Tal vez Pola tenga razón y haber nacido en la Torre haya hecho mi visión del tiempo más extensa. No lo sé. Pero siempre he visto signos del futuro, a veces en las cosas más sencillas.
Antes de saber lo que realmente era este lugar, cuando todavía no había encontrado a ninguno de ellos monté una especie de consulta para amigos. Entre mis quehaceres estaba enseñar los signos para que el intérprete generara un significado importante para él. Pero el tarot no es sólo una herramienta de semiosis, ayuda a evocar contextos, lazos ocultos en eventos presentes, pasados o futuros. Y a través de esos contextos he aprendido a ver una interpretación tan clara como una imagen. Una imagen del nodo al que las cosas tienden. Una vivencia de lo que va a ocurrir.
Y eso me da pistas para cambiarlo.

Armonía

Toda la sabiduría se esconde en la mirada de un niño.
Todo el placer cabe dentro de una cuchara de café.
Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo.
Toda la humanidad está contenida dentro de una persona.
Todos los momentos de la historia son ahora.
Cuando cantas el mundo está en armonía.
Cuando bailas el mundo se renueva.
Cuando acaricias el universo se estremece.
Todo es uno. Uno es amor.
Fuera de ese círculo no hay iluminación para mí.

Soy una hija de París,
un espíritu de Tiferet,
una servidora de Venus,
una esposa de Shiva.

Los lobos me llaman Olor de la Mañana.
Gea me bendijo,
rindo culto a su belleza.

Los niños ahogados

Fue aquel primer día en el Cabaret del Diablo cuando el espíritu de París me presentó al señor Adrien. Aparentaba los sesenta años, era un poco calvo y modesto en el vestir. Me esperaba en una mesa arrinconada, lejos del escenario. Intentando no llamar demasiado la atención de los otros.
Me habló con respeto, evadiendo mi mirada. Murió con la vergüenza de perder a su hijo pequeño y había continuado su búsqueda en este otro lado. Para mayor desgracia suya y de todos, el alma de su niño había perdido su forma para convertirse en algo malo.
Me contó que se lo llevaron en un carro con otros de su edad. Recolectaban la sustancia que exudaba su culpa y su miedo para luego hilarla. Desde el alma del niño, a la voluntad del mago. Tardaron dos años en crear sus ataduras.
Ahora su hijo estaba en París. Este hombre modesto seguía los pasos de esos monstruos desde hace décadas. No conocía la identidad de sus señores. Sólo sabía que de vez en cuando esos niños salían de algún pozo de agua pútrida para cometer los más atroces crímenes. Le aseguré que pronto la pesadilla acabaría y podrían descansar.
La descripción de su aspecto coincidía con el ser que se enfrentó a Aníbal: sorprendió a esa cosa con una larga lengua metida por el oído de una víctima en shock. Tenía el color y el olor de la carne podrida en el agua. Hizo estallar los cristales de un grito para luego esfumarse, literalmente fundido en las sombras.